Archive for the ‘Cuento breve’ Category

La Ciudad Perdida de Atlantis

septiembre 18, 2008

LA CIUDAD PERDIDA DE ATLANTIS

 

Quien no conociera a Mike Craig como yo, hubiera sido incapaz de entender su última voluntad.

Después de varios días en estado de alerta, viendo como la población de Florida se protegía del Ike, decidimos que era el momento de salir de Fort Lauderdale en busca de los restos del Midnight, del Key West, del Crain II y del Iggle Pop.

Habían desaparecido en ese orden en un radio cercano, a unos cinco kilómetros de la costa. No se habían encontrado los cuerpos de los ocupantes ni las naves.

Al llegar al lugar, ajusté el tanque de oxígeno y me sumergí. Mi intención era descender hasta el fondo del suelo marino y ver la réplica de la Ciudad Perdida de Atlantis en el  arrecife artificial. A catorce metros de profundidad, giré frente a la lápida burbujeante de Mike. Le debía este homenaje.

Sin encontrar nada, comencé lentamente el ascenso.

De regreso, mi hijo insistió en llevarme a la playa. Comenzó a escribir en la arena las primeras letras de los cuatro barcos perdidos.

El nombre de Mike Craig,  primer buzo enterrado en el Neptuno Memorial Reef, se desdibujaba bajo la espuma.

Lo miré pensativo. ¿Acaso Mike intentaba decirme algo?

 

FIN

 

Nota: El Neptuno Memorial Reef existe. A 3 1 / 4 millas de la costa de Key Biscayne, es el primer cementerio submarino para amantes del buceo.

Un tour virtual en el siguiente link:

 

 https://www.nmreef.com/ForDivers.aspx

 

 

Emily

junio 27, 2007

EMILY  (en honor a Emily Dickinson)

     “En los jardines flotantes de Babilonia…”, alcanzó a escribir Emily, pero no pudo continuar. La tristeza se había apoderado de su espíritu desde que había leído la bella historia de Nabucodonosor II, el gran guerrero y conquistador, ese arquitecto que después de dotar a Babel –así se la llamaba en la Biblia- de construcciones monumentales, había decidido reproducir los montes y colinas entre los cuales se había criado su amada esposa Amytis, la princesa meda que añoraba la exuberante vegetación que evocaba al recordar los coloridos paisajes de su infancia. Rompió en llanto y decidió arrojar al cesto, ese papel ajado sobre el cual había escrito la primera oración de lo que pretendía fuese un cuento. ¿O lograría escribir un poema, de esos que surgían espontáneamente cuando se recluía en su pequeño escritorio, que olía a nogal,  y se sentaba en la hamaca giratoria de roble delante de la vieja escribanía con incrustaciones de oro y marfil? Aislada en su casa de Amherst, escribiendo muchas veces a la luz de una vela, sabía que las palabras que lograba volcar fuera, la libraban de la pesada carga que cada día la agobiaba con mayor intensidad. Solía refutar a aquéllos que decían que  “la palabra muere cuando se dice”, y sostenía, por el contrario que “en ese momento comienza a vivir”. Y al darles vida,  recuperaba su propia vida. Vida que se había ido extinguiendo de a poco, como consecuencia de ese amor torturado que sentía y que la había llevado a aislarse. Ya nada le interesaba de lo que ocurría fuera de las paredes que la protegían del dolor de sus recuerdos. ¿Y qué certeza había sobre la veracidad de los datos históricos? ¿No sería cierta acaso la leyenda que existía sobre los jardines colgantes? Tal vez su construcción datara de cinco siglos atrás, de finales del s. XI a. de C., cuando Shammuramat,  Semíramis para los griegos  gobernara el imperio asirio como regente de su hijo Adadnirari III, luego de la muerte del rey Shamsidad V. Nuevamente se quiebra Emily, cuando descubre que la legendaria reina  termina sus días suicidándose por el dolor que le produce la traición de su hijo, la conjura urdida contra ella. Las ruinas a orillas del Eúfrates le recuerdan su propia ruina, su propia decadencia.  La conquista de los persas marca el inicio del fin de la ciudad, semiderruída cuando Alejandro Magno la visita, hacia el 326 a. de C.   No continuará leyendo, cerrará el libro y saldrá al jardín. El croar de un sapo le recuerda algo. Y entre susurros, alcanza a musitar unos versos.“Yo no soy nadie ¿y tú? ¿Tú quién eres? ¿Eres también nadie? Somos pues un par. No lo digas; sabes que nos echarán. ¡Qué terrible ser alguien! ¡Qué público, como la rana decir tu nombre todo el día al pantano que te admira!” Y así, sabiéndose totalmente olvidada, sin darle importancia a su obra surgida del sufrimiento por ese amor no correspondido, una y otra vez, vuelve a dibujar sentimientos en hojas amarillentas arrancadas al azar. Luego al morir, pide a su hermana que queme todos sus versos; sueña con un incendio como el que terminó con  lo que posteriormente  fuera considerada una de las siete maravillas del mundo. Pero esta vez no será  el parto Evemero el que prenda el fuego; el fuego inmortal lo habrá prendido  alguien,  al negarse simplemente a cumplir con su deseo… 

Nota: en honor a Emily Dickinson (1830-1886), de la cual se dice que a causa de un amor no correspondido, se aíslo en su casa de Amherst y abandonó todo contacto con el mundo; en papelitos anotaba sus impresiones acerca del amor, de la vida, de la naturaleza, de la muerte. Al morir, rogó a su hermana que quemase todos sus versos.   

La túnica de lino

junio 27, 2007

LA TUNICA DE LINO   No alcanzaba a entender cuál era la razón de sus preferencias sobre la vida y obra de este faraón, de quien conocía todos los detalles. Así fue cómo, de su propia boca, supe de las dificultades que tuvo que enfrentar. Era un fanático del libro “Historia de los egipcios”, de Isaac Asimov, y estaba ensayando algo así como una breve reseña sobre la situación de la mujer ambientada en el período en el que reinaron los Ramésidas (1158 a 1075 a.C.), iniciado a partir de la muerte de Ramsés III. Pero lo que realmente lo intrigaba era la mención que en algunos textos se hacía sobre la hija que Psusennes entregó a Salomón, con el objeto de contar con el apoyo israelita. Estaba convencido de ese hecho, sobre todo por la coincidencia entre ambos reinados, entre el 973 y el 933 a.C. En una etapa signada por el debilitamiento de la otrora poderosa tierra de Ramsés II, las alianzas matrimoniales garantizaban el equilibrio de poder. Psusennes II había vivido en medio de la zozobra que le provocaba tener un ejército mercenario comandado por un libio. Pretender docilidad en esas condiciones era imposible, y los ecos de una rebelión en puerta comenzaban a sonar. Así fue como decidió entregar a una de sus hijas al hijo de Sheshonk, signo temible, anticipatorio de lo que sucedería después. Terminó Mbuto muy tarde el relato aquella noche, mientras juntos mirábamos por la ventana del amplio salón cómo los copos de nieve iban depositándose sobre los árboles. El sueño me vencía, y logré explicarle que debíamos dejar para el día siguiente la fascinante historia que me contaba. Mbuto insistió en invitarme a salir, pero claro estábamos bastante alejados del centro y en verdad, después de las seis de la tarde prácticamente no teníamos adonde ir. Fue así como me retiré a mi habitación, y me dispuse a descansar en soledad, dado que mis compañeras brasileñas habían dejado la residencia el día anterior. Un sueño pesado y angustioso me sobresaltó durante toda la noche, en que mi cuerpo se estremecía obligándome a sacudir las sábanas que a la mañana siguiente misteriosamente habían desaparecido. En su lugar, una bella túnica blanca de lino, descansaba sobre el sillón de terciopelo bordó. Sentí un súbito frío en mi cabeza y pensé una vez más en ese crudo invierno parisino. Deslicé mis manos suavemente sobre mi cabellera oscura, que era un signo muy llamativo mío y con horror sentí que mis dedos se deslizaban sobre el cuero cabelludo. Espantada, corrí hacia el espejo, y nada pudo evitar que profiriera un grito que sonó seguido de palabras emitidas en una lengua extraña. A un lado, en la cabecera de la cama, junto a mi almohada de plumas, una magnífica peluca de pelo natural, maravillosamente peinada y adornada, con sus mechones cubiertos de cera de abeja, inexplicablemente del mismo color de mi cabello, me recordaba la conversación mantenida con Mbuto el día anterior. Tampoco entendí porqué, cuando al abrir el cajón de la mesa de luz, para buscar un número telefónico, la réplica de la máscara de Psusennes II, se encontraba allí.      

LA PIARA

junio 27, 2007

LA PIARA

 La autora del crimen aberrante vestía sólo una chaqueta, un impúdico calzón, unas apretadas calzas y unos sugerentes guantes blancos. Su vida no había sido fácil, hasta podría decirse que en pocas ocasiones había logrado salirse del chiquero en el que estaba. Y muchos de esos cerdos, que la habían rodeado durante su limitada existencia, iban a presenciar su ejecución. Insólito, realmente insólito que sus congéneres porcinos, en medio de la más parsimoniosa indiferencia,  dirigieran sus impávidas miradas sobre ella. Pero poco es lo que había podido hacer el abogado defensor; su coartada había fallado. Aunque se hubiera demostrado fehacientemente que no había alcanzado la edad de la imputabilidad, y mucho más que carecía  de uso de razón, las rígidas leyes de la época, la habían condenado a morir bajo suplicios. Una turbamulta perturbada por el hecho, envuelta en  clamores de justicia, se disponía a contemplar  el espectáculo sangriento. Hacía varios días que los carpinteros del vizcondado venían armando con especial dedicación el cadalso y aprontando los instrumentos de tortura. Los verdugos, con aires de solemnidad, como era habitual en esos casos, sólo esperaban órdenes para comenzar a vengar el horrible asesinato. No era común en ese tranquilo lugar de  Normandía, que algo tan terrible aconteciera. De manera que se trataba de infligir a la culpable, los mismos daños que ella había causado. Así fue como una certera maniobra mutiló a la rea y practicó profundas incisiones en uno de sus muslos. Del redondeado muslo brotó la sangre a borbotones, y acto seguido, fue colocada en una horca de madera, boca abajo, cubierta por una máscara de hombre. La muerte sobrevendría inexorable al poco tiempo,  aunque verla morir desangrada y lentamente no alcanzaba a compensar el dolor del padre de Jean. Le Meaux, ese humilde albañil, no podía olvidar su impresión al ver a su hijo de tres meses de edad, sin un brazo y sin parte de su rostro. El  ataque salvaje había provocado su muerte inmediata. Y el gozo que le produjo ver morir a esa cerda de ese modo, lo eximió del deshonor de compartir la tribuna con la piara. Se había hecho justicia; la manada se dispersó junto con la gente, y la tranquilidad volvió a reinar en la bailía. Existen registros de ese aciago día, cuando apenas iniciado el año 1386, la cerda de Falaise se había quedado sin coartada.     

Nicolino y yo

junio 2, 2007

El viejo lobo, cansado ya, detuvo sus ojos en el rostro ingenuo de la jovencita. Siempre la miraba, le sorprendía en ella su flexibilidad sorprendente.
Un día, para divertirse, le dijo: -”Para endurecer los brazos nada mejor que golpear la bolsa”. Un punching bag ahí, en un rincón, y ella, temerosa, acercándose. -”Tendrías que pensar sólo en algo que te de mucha bronca”, le dijo entre sonrisas. Pero lo que él ignoraba era que ella había practicado karate. No sólo las piernas bien formadas se movían con una elasticidad sorprendente; también sus reflejos le permitían la contundencia de un púgil experto.
Fueron muchos los días en que se transformó en su pupila preferida. Y ella ignoraba todo, ignoraba de quién se trataba. Un día le dijo: -”Te creo lo suficientemente entrenada como para competir”. La competencia fue en su oficina. Las fotos de glorias pasadas la dejaron estupefacta. Le prestó unos viejos guantes. La dejó ganar. Hoy sólo ella conoce el secreto del viejo lobo y sabe que “el intocable” esa vez exclamó por primera vez: “¡touché!”.

 

Cuento elegido como el cuento de la semana, en el Foro de Cuentos de La Nación. La consigna consistía en escribir un cuento sobre el mundo del box, sin exceder las 180 palabras.http://www.lanacion.com.ar/opinion/nota.asp?nota_id=756794