EL ENIGMA DE LA RUE D’ALÉSIA, por randos y martina.
Todo era agitación en la residencia del quatorzième arrondisement.
Cuando la jovencita argentina apareció muerta, Monsieur Labourdette, el inspector a cargo de la investigación, no pudo explicarse el extraño suceso.
Por comenzar, los exámenes de rutina no habían arrojado rastro alguno de sustancia en su sangre, que hiciera presumir un caso de muerte por sobredosis. Tampoco la prueba etílica sugería un coma alcohólico, y a juzgar por los comentarios de quienes la conocían bien, la estudiante tenía muy sanos hábitos, no fumaba, era abstemia y sus únicos vicios consistían en pasarse largas horas manteniendo charlas sobre sociología con otro de los ocupantes del lugar, a saber, ese extraño egiptólogo de nombre Mbuto Kzesekuke, Sesé para los íntimos.
De Mbuto nada hacía sospechar que pudiese tener relación con los sorprendentes sucesos.
Declaraba haber acompañado la noche anterior a su amiga hasta la puerta misma de su habitación, en la cual había dormido sola, dado que sus compañeras, de origen brasileño, se habían retirado hacía unos días.
Sin embargo, la agitación que presentaba una cama desordenada, alimentaba las más extrañas hipótesis. Las sábanas habían desaparecido, y era un absurdo pensar que hubiesen sido utilizadas en la huída, puesto que la ventana del primer piso permanecía herméticamente cerrada. Por otra parte, cuál era el significado de esos objetos tan extraños que aparecían ante los ojos de los investigadores. Una túnica de lino blanco sobre un sillón de terciopelo bordó, la réplica de la máscara de Psusennes II, en el cajón de la mesa de luz, que Mbuto juraba y perjuraba no haber colocado jamás allí.
El inspector Labourdette estaba al borde del surmenage, hastiado de estos entusiastas amantes del crimen perfecto que parecían haber elegido el “quartier” de su responsabilidad para la diseminación de las pruebas más disparatadas, para entretenimiento de los habitués de la prensa amarilla. Como si fuera poco, con notas relacionadas firmadas por “expertos” vueltos a la vida pública después de un largo ostracismo debido al simple cambio de “paradigmas sociales, culturales y religiosos”, según L`Humanité, y según el inspector del hastío que producen el lavaplatos y los microondas.
Y aquí estamos en el cuartel policial con el inspector condenado a ver repetir quinientas veces en la tele el aspecto estrafalario de la madre espiritual Mme. Vissotier, con su vago aspecto Cartier-Gipsy y repertorio en sus brazos de todas las pulseras posibles de encontrar en un zoco de Rabat.
Da una señal a Liottard y le pide que la cite ya mismo, antes de que una de esas prostitutas del canal estatal se lo reproche por el telediario de las doce horas.
Como si el castigo fuera poco, Labourdette debe tolerar a la troupe de sociólogos y expertos culturales que sólo venían antes a cobrar su salario mensual del escalafón policial. Con los estrafalarios detalles orientalistas les dan ahora a los guardianes del orden, largas peroratas haciéndose rodear en círculo.
Nada más insoportable para el policía que se ha destacado siempre por identificar al criminal por la forma de caminar.
El sabhiondo dice: “No hay forma de llegar a la resolución recogiendo y comparando material, blablabla. No es posible obtener una representación exacta del universo, de su evolución y la evolución humana sino mediante la dialéctica.”
El inspector entonces considera un remanso poder apartarse de la reunión con la coartada de la llegada de la inexplicablemente estrella mediática Mme Vissotier, quien con su séquito de sirvientes del Cáucaso hace arribo a la seccional. Es también el momento de comer algo: el inspector entonces cobra fuerza y pregunta a la señora si la acompaña a su despacho para tener una reunión informativa.
La extraña dama que ingresa, mira al inspector Labourdette con ojos cargados de lascivia, lo cual lo decide rápidamente a acompañarla, no sabe muy bien adónde, sin siquiera cerciorarse estar ante la mismísima Mme. Vissotier.
A lo lejos, percibe un extraño gesto de Liottard, pero ante la sola suposición de tener que soportar sus espesas retahílas, mezcla de “cientología” y “feng-shui”, decide ignorar lo que supone es un llamado para que asista a la curiosa reunión de expertos graduados del “Centre International de Criminologie Comparée du Père Michel”, famoso por resolver sus casos utilizando todos los recursos a mano, especialmente videntes, egresados de las cien escuelas de parapsicología diseminadas a lo largo de toda Francia.
Labourdette decide definitivamente ignorarlo, mientras seca unas espesas gotas de transpiración que caen con insolencia sobre su prominente nariz. No entiende por cierto, la súbita atracción que ha despertado en esa atractiva mujer, porque no son sus atributos físicos precisamente, los que lo han transformado siempre en un hombre interesante, piensa.
Recuerda cuánto tiempo ha pasado sin compañía femenina, y la sola idea de quebrar esa lamentable tendencia, que ha caracterizado los últimos trece años de su vida, lo decide a avanzar sin titubeos.
Mientras tanto, observa esta vez él, con ojos de deseo, las sugerentes formas que se adivinan debajo del escotado vestido de gasa, de color añil, con diminutos lunares violáceos, con pequeños volados en la falda, que apenas cubren unas piernas bien torneadas, que se destacan en el andar a la vez sensual y elegante de ella.
Seguramente la charla no durará mucho, se dice a sí mismo, mientras manotea su bolsillo, tratando de encontrar la Guía Michelín.
Ese estado morboso en el que había caído su sistema nervioso, por exceso de trabajo y de cansancio, no le impide pensar que podrían avecinarse tiempos mejores, y una convulsión interna le recuerda que sus bríos juveniles están aún intactos.
Con un gesto autoritario, indica a Monsieur Pagnol y sus ayudantes que se retiren, después de todo, no necesita testigos de esa reunión, para eso está su grabador, que mantendrá fidedigna reproducción de lo que allí se diga. Y de lo que se diga después, se cuidará muy bien que trascienda.
Ese pequeño “lanchonette” donde diariamente se hace preparar sus enormes sándwiches de “baguette”, de jamón, queso, pepinillos, cebolla y ajos, no será lo más indicado en este caso.
Afortunadamente, encuentra la pequeña guía en su bolsillo, ahí junto a su agenda, y respira aliviado.
La farmacia, piensa, todavía estará abierta cuando salgan, porque él necesariamente debe comprar ese aerosol mentolado, que su espeso aliento a Gauloises le obliga a usar cuando pretende que su interlocutor preste atención a sus palabras y no a su olfato.
Mientras esto piensa, una escalinata que conduce a un pasillo lúgubre, le indica la proximidad de su oficina, de la cual alcanza a atisbar la gruesa puerta de cedro, con el diminuto cartel en bronce:
”Monsieur Labourdette”.
Una secretaria, de anteojos y traje gris, lo espera con el “dossier” del caso.
Lo importante será estudiar minuciosamente esas fotos, que los forenses le alcanzaron la noche anterior, tomadas ocho horas después del asesinato.
Aunque la carátula indica “muerte dudosa”, él está convencido a esta altura, de que se trata de un crimen.
Aún no han avisado a la familia de la joven, complicadas gestiones ante el Consulado Argentino, vienen demorando lo que supone será un pesado trámite, ya que habrá que esperar el traslado de los familiares, quienes tal vez aporten algo más a la causa.
Por el momento, se ha tomado declaración al curioso Mbuto, de quien se sabe que proviene de Lomé, Togo y carece de antecedentes criminales.
Las amigas íntimas de la argentina no han podido declarar, por encontrarse en San Pablo, de manera que el enigmático hecho se encuentra aún envuelto en la más absoluta de las oscuridades.
Mientras se acomoda en la silla, haciendo gala de pasmosa frialdad la Vissotier alcanza a musitar a uno de sus caucasianos sirvientes: “Ya lo tengo atrapado de la nariz…”. El acompañante de gestos andróginos reprime una risita y simula atención ante el Inspector que llamativamente excitado da la palabra a la mujer.
“Por empezar, si me disculpa usted, de estos temas se habla preferentemente habiendo ayunado…” Acto seguido la visitante, sin permiso del jefe, le aparta de la mesa la “baguette” rebosante de jamón y pepinillos. Labourdette gesticula unos segundos como un cachorro destetado, pero inmediatamente acepta el sustituto de beber en la fuente de las mil promesas que brindan esos ojos femeninos. Prosigue ella, con tono acariciante…
“Si sigue mis intervenciones televisivas debe saber que mis conocimientos son amplios, pero aquí lo que nos trae es otra cosa, la búsqueda del o los asesinos. Facilíteme usted esas fotos…” El inspector se las alcanza como un autómata y la mujer se demora en sus dedos. El hombre siente que desfallece. Esto la impulsa a un gesto comedido; dando vuelta la mano, se la acerca a su rostro y dice susurrante: “Sabe usted Labourdette, percibo que resolverá el caso, y no sin esfuerzo…claro está… Prosigo: tenemos aquí la foto de la máscara de Psusennes cuyo nombre significa «la estrella que aparece en la oscuridad». Parece una buena réplica”.
“Es de peltre”, dice Labourdette. “Para simular plata”, replica ella…“era menos abundante que el oro, durante el período….”
La mujer sin chistar siquiera, hace un gesto y los acompañantes dignos de Scherezade se retiran prestos.
Acercándose a Labourdette, la hierofante de los misterios divinos sigue observando las fotos: “La túnica sobre el sillón…..un ángel caído que no lleva su túnica, no está manchada pero fue usada…..” El inspector hasta entonces obsesionado por las coartadas de los sospechosos, poco tiempo tuvo para cerciorarse de tales detalles.
”Ahora saldré, éste no es buen lugar para que sigamos…conversando…”.
La mujer pasa una tarjeta personal al inspector: “Lo espero dentro de media hora, no demore…”
Al recorrer el pasillo, a su paso, los televisores dan avances del telediario reflejando la continuación de la presencia en cámaras de la experta Vissotier entre otros, otra Vissotier quizá con otra expresión o….
Labourdette sólo atisbaba la espalda seductora de la mujer.
Mientras esto acontecía, Mbuto sentía que su vida se había visto precipitada en un atolladorero del cual difícilmente pudiera salir. Aunque sus comunicaciones con Lomé se habían espaciado desde que había conocido a Marina, la de los ojos color del mar, la que no entendía su insistencia en el significado del nombre Tierra del Fuego, era ya hora de pedir ayuda. Recordaba con nostalgia sus conversaciones cuando ella, en ese francés algo extraño que hacía presumir que parisina no era, claro tampoco marsellesa, le contaba de esa bahía que las montañas protegían de los vientos, y que los yámanas llamaban “ooshooia” o “ouchouaya”, que significa “bahía que penetra hacia el poniente”. Aunque más le gustaba lo de “bahía hacia el fondo”, expresión que precipitaba inequívocos sentimientos en él, que lo hacían sentirse un navegante en territorios inexplorados, en cuyas profundidades quería ahondar. Juntos ensayaban la correcta pronunciación de la “sh” como “y”, al modo en que los primeros navegantes de habla inglesa que pisaron esas tierras, debían haber reproducido la onomatopeya “uyuuaia”. Nada en ese momento hacía presumir lo que ocurriría después.
Sumido en profundos pensamientos, alcanzó a escuchar el sonido de su teléfono satelital, e inmediatamente supo que el reporte de los hechos había provocado una conmoción en Lomé.
Los importantes contactos que su familia había mantenido con el Teniente Coronel Étienne Gnassingbé Eyadéma eran garantía de que a través de las gestiones diplomáticas que habían realizado, la justicia francesa no lo molestaría demasiado.
Pero al imperturbable Inspector Monsieur Labourdette, Mbuto no le había caído nada bien, y, como si eso fuera poco, se había descubierto que sus nexos con practicantes del animismo, una de las religiones mayoritarias en su país, estaban siendo estudiados por los estrambóticos investigadores que a esta altura conformaban un heterogéneo grupo formado por especialistas en ciencias sociales, criminólogos, ocultistas, parapsicólogos y hasta ese extraño personaje, devenido estrella mediática, la incomprensible Mme. Vissotier.
Mme. le había pedido a Mbuto un mechón de pelo y un botón de su chaleco, cuatro hilos que había desprendido de su saco con una aguja dorada, y el cordón de su zapato derecho.
Labourdette se había ocupado de requisar su réplica predilecta, esa de su faraón preferido Psusennes II, junto con algunos elementos más de su colección.
Lo que le había llamado la atención había sido la desaparición de una caja de madera de sándalo con una pequeña peluca, reproducción de las que usaban las mujeres de alto rango en el Antiguo Egipto. No podía entender quién había osado entrometerse en lo que consideraba un espacio inviolable, el que ocupaba ese estuche de cuero de cocodrilo bermejo, que había depositado como quien deposita un tesoro, en el estante más alto del armario, de cuya puerta sólo él tenía la llave, allí, junto a las cabezas de tigre de los kenianos.
Del senegalés no sospechaba, como tampoco de sus otros dos compañeros venidos de Kenia, abonados a todos los espectáculos de L’Opéra, que poco y nada circulaban por la residencia universitaria, de hecho hacía un par de semanas que no sabía nada de ellos.
El inspector pasó por la farmacia por su desodorante bucal y siguió para la residencia de la Vissotier en el número 11 de Simone-Crubellier. Le avisó a Pagnol y en voz alta para que todos lo oyeran, que volvía a su casa a descansar unas horas. Liottard lo ve alejarse y no alcanza a detenerlo. Hay cosas que no entiende. Se ha cansado de llamar a Vissotier para la entrevista, inútilmente. El grupo del centro Père Michel lo entretuvo otro rato, pero vio ingresar a una mujer que Liottard reconoció como habitué de los exclusivos bares de citas que abundan en Plaine Monceau. Durante años este oficial de formación universitaria se dedicó al delito de trata de blancas y la frecuentación de ese mundo le nutrió de amistades duraderas y no pocos encuentros hasta el presente. Juzga a Labourdette como uno de los tantos policías que de la resaca del delito menor han construido su carrera. La cachetada y los largos interrogatorios bajo la luz le han conseguido la confianza de sus superiores y sobre todo de los alcaldes que no desean ver volar sus sueños electorales porque las calles se tornan inseguras para el comercio. Sin embargo lo aprecia, nunca fue desleal con él y le correspondería de igual manera al bastante torpe colega.
Las ansias por relacionarse con la mujer hacen que Labourdette por poco vuele a su encuentro. Es segundo piso por escalera. Recordó que en este lugar bajo las órdenes de Peret, siendo un joven recién ingresado, participó de uno de los más extraños casos. Fue en el cuarto piso en que una anciana denunció a un sirviente por robo y destrucción de un reloj de la preciosa colección de su difunto esposo. En realidad había ocurrido que el pobre hombre, que pasaba por etapa de insomnio frecuente, había sentido en el cerrado silencio nocturno un ruido que atribuyó a una rata que un tiempo atrás había destrozado un sillón para anidar. Fuera de sí creyó encontrar su guarida entre los ladrillos acanalados de la pared y con un martillo golpeó fuertemente en el lugar. Saltó el reloj magnífico engastado en alabastro, que permanecía embutido en la pared y había decidido gastar una porción de su cuerda esa noche fatídica. Alertada la anciana por el ruido, fue al vestíbulo y encontró al sirviente en estado catatónico, con la pieza de colección destrozada en la mano izquierda y en la derecha el martillo. Por la mañana tuvieron la certeza de que el viejo coleccionista muerto hacía dos años, presa de la avaricia desenfrenada que suele poseer a los seniles, había decidido en su agitación poner a buen recaudo el reloj dentro de la pared, disimulado por un revoque. Habían llegado tarde esa vez, el preso se había ahorcado de madrugada en su celda, desolado por la sospecha sobre su persona.
Al llegar a la puerta de Vissotier, la encontró abierta, salían del cuarto vahos cargados del almizcle, la mirra, el incienso y las pócimas que imaginó Labourdette antes de ingresar. Siguió avanzando, llamó dos veces, escuchó pasos y su voz susurrante pidiéndole que esperara un instante. Decidió aguardar en un descanso en que rodeaban a una mesita oval, tres coquetas sillas Imperio.
Descubrió anaqueles abarrotados de pirámides de materiales diversos, hasta de mica y plástico. Un pensamiento de Pascal colgaba en un cuadro en paspartú: “Quien Quiere Hacer el Angel Hace la Bestia”. Siguió recorriendo las paredes revestidas en yute y se inquietó por la demora. En su imaginación, la investigación había quedado un escalón debajo de las promesas de aproximación sensual con la dama.
La imaginó preparando la escena. Nunca hubiera sospechado que una hora después y habiendo vuelto a avisar de su presencia sin resultado, ingresando al cuarto, la pitonisa de bellas formas, recostada en su espaciosa cama de los luises, permanecía gélida, muerta hacía más de una hora. El inspector intentó mantener la calma, bajó tratando de no ser advertido, aunque sabía que sus huellas permanecían en el cuarto.
Alguien no le perdía pisada cuando ganó la vereda: era el muchacho keniano, de nombre Mwai, que curiosamente coincidía con el de Kibaki. Sin embargo él había simpatizado siempre con la KANU, la Kenya African National Union (o Unión Nacional Africana de Kenia), y lamentaba la derrota de Daniel arap Moi en las elecciones presidenciales del 2002.
El extraño Mwai, miembro de la tribu cuervo, era uno de los propietarios de la pequeña librería de la Rue Dauphine, cerca del cruce con Quai de Conti, especializada en temas esotéricos, donde solían reunirse bien caída la tarde, al resguardo de miradas indiscretas, un grupo de personajes exóticos.
Damas de reconocida procedencia, que no perdían eventos donde asistiese el “tout París”, intelectuales de diversa laya, entre los cuales figuraba algún reconocido filósofo, sociólogos especializados en temas culturales, ecologistas, cultores del “new age”, compañeros africanos que compartían la residencia universitaria, y alguna chica, que de tanto en tanto caía, de ésas que circulan por los barcitos de Plaine Monceau, eran fieles seguidores de Mwai.
Muchos reconocían en él, el don profético, ese que lo había llevado a anticipar sucesos con una certeza digna de figurar en alguna antología de las profecías, de las que nutrían los estantes de la singular librería.
Mwai era un lector consuetudinario que alternaba estos temas que le apasionaban con lecturas en inglés, la lengua que usaba habitualmente, aunque a veces solía leer a Rocha Cimera, en suahelí.
También disfrutaba mucho de las obras de Ngugi wa Thiongo, a quien leía directamente del kikuyu.
Era un apasionado de Meja Mwaingi, de M.G. Vassanji, de Grace Ogot, de Wahome Muthahi, y por supuesto del ganador del premio Caine en el 2002, el famoso Binyavanga Wainana.
Claro que todo eso no le había impedido profundizar en el Corán, el Bhagavad Gita, el Ramayana, ni en las obras de René Guénon.
Estudioso de las tradiciones abrahamánicas: cristianismo, judaísmo e islam, estaba cursando un posgrado en la Sorbona, sobre el tema eje de sus preocupaciones: “Introducción a las Metodologías de Religiones Comparadas”.
Su tesis sobre “El imaginario de la muerte”, tema que lo obsesionaba, lo había llevado a especializarse en la forma en que ésta había sido concebida a través de los tiempos, en las distintas culturas.
Sin embargo, lo que más le interesaba era el enmascaramiento del miedo y su representación a través de la negación de la muerte, y las diversas formas que adquiría.
Sus conocimientos de antropología, habían desembocado en una indagación profunda acerca de mitos y rituales, y en sus escritos se desplegaba un abanico de imágenes que lindaban por momentos con lo horroroso.
El inspector Labourdette apura el paso, ingresa al metro, sin percibir que Mwai lo ha seguido, y en pocos minutos se encuentra en la estación Gare du Nord, en el centro de París, donde desciende apresuradamente.
Distraído, ensimismado en sus oscuros pensamientos, observa las propagandas de la película Código da Vinci, a estrenarse en marzo, y desde un cartel promocionando el desodorante Axe, hasta la sonrisa de Ben Affleck le parece una burla.
Camina un rato y toma un taxi en dirección a la Torre Eiffel. Aturdido, sin la menor intención de regresar a su departamento, se distrae un poco por los alrededores. La noche nublada le confirma presagios de horripilantes tragedias. Ve pasar un autobús turístico y decide pararlo. Aunque conoce el trayecto de memoria, los veintidós euros que paga algo a desgano, considera que le ayudarán a despejar su mente.
Después de un recorrido que se le hace largo, por el Colegio Militar, los Inválidos y la Plaza de la Concordia, baja cuando llegan al Louvre.
Uno de los integrantes del grupo de japoneses le pide que les tome una foto. Trata infructuosamente de esconderse de una turista, con aspecto de fotógrafa profesional, que no le había sacado los ojos de encima.
En ningún momento percibe que Mwai también había estado en el autobús.
Camina otro poco más y toma un taxi para regresar a Gare du Nord.
Al llegar, después de haber desembolsado algunos euros de mala gana, siente súbitos deseos de comer algo, y entra atropelladamente a un “lanchonette”, inexplicablemente abierto a esas horas.
Pide con tono nervioso que le sirvan un salivo, ese sándwich de pollo al curry que era su predilecto, lo único que estaba dispuesto a comer del menú porque todo lo demás, lo que había quedado a esas horas, tenía mayonesa y la mayonesa le repugnaba. El helado que apresura, intentando disimular el temblequeo de sus manos, es lo único que alcanza a compensar el trago amargo que ha vivido.
Desde otra mesa, un enigmático Mwai, lo observa comer, mientras toma anotaciones en una libreta con hojas de papel reciclado, en una de cuyas tapas, una imagen de la réplica de la máscara del faraón Psusennes II, despide raros destellos tornasolados. En el anverso, una peluca ricamente adornada mueve sus mechones, mientras una impertérrita mesera, recoge su plato.
Labourdette intenta entretanto, ordenar sus atribulados pensamientos, después de una de las jornadas más difíciles que le ha tocado afrontar a lo largo de una carrera profesional de la cual se enorgullece.
Bien sabe él que si logra resolver el caso, pasará a la historia como el inspector del resonante crimen de la argentina, porque nunca había dudado de que era un crimen, el que venía acaparando las primeras planas de los periódicos y suscitando las más diversas controversias de las que se hubiera tenido conocimiento en la historia de la criminología. Mwai, mientras tanto, simula hojear un folleto, que le había regalado su amiga argentina, donde se lee:
“El terror a la muerte. Lo monstruoso que aterra. Simbolismos concurrentes y asociados. Formas arcaicas de representación a través de las culturas. La doble vertiente simbólica de la serpiente. La luna. Luna menguante como desmembramiento y muerte. La luna como señor de los muertos, mitos asociados. La criptozoología. La muerte-demonio. Los animales-demonio. Mitos de deidades carroñeras. Pájaros asociados a diosas de la muerte. El terror a los muertos, lo monstruoso que aterra. Cuando la muerte es negada, ritos y costumbres de pueblos agrarios y pastoriles. La caída de la máscara y la aceptación o no de la naturaleza que esconde”.
El folleto cae al piso, mientras un libro de André Gide se abre solo, en una página que dice:
“Si Guénon a raison, eh bien, toute mon oeuvre tombe. Je n’ai rien, absolument rien a objecter á ce que Guénon a écrit. C’est irréfutable”.
Mientras tanto, la casa del inspector, a quien creían sus colegas descansando, fue visitada varias veces desde la partida de la seccional. Había novedades en la causa y todos se afanaban por hallarlo. Fue Liottard quien lo llamó desde el auto cuando al llegar al edificio le gritó riendo: “¿Y, qué tal te fue con la muchacha”?
Labourdette sintió que la coartada había fallado y con incalculables derivaciones.
Nota: Cuento escrito al alimón en el Foro Cuentos de La Nación por randos y martina (guarda), coforistas que sin conocerse personalmente lograron escribir 3.947 palabras en apenas seis días.