Archive for junio 2007

Emily

junio 27, 2007

EMILY  (en honor a Emily Dickinson)

     “En los jardines flotantes de Babilonia…”, alcanzó a escribir Emily, pero no pudo continuar. La tristeza se había apoderado de su espíritu desde que había leído la bella historia de Nabucodonosor II, el gran guerrero y conquistador, ese arquitecto que después de dotar a Babel –así se la llamaba en la Biblia- de construcciones monumentales, había decidido reproducir los montes y colinas entre los cuales se había criado su amada esposa Amytis, la princesa meda que añoraba la exuberante vegetación que evocaba al recordar los coloridos paisajes de su infancia. Rompió en llanto y decidió arrojar al cesto, ese papel ajado sobre el cual había escrito la primera oración de lo que pretendía fuese un cuento. ¿O lograría escribir un poema, de esos que surgían espontáneamente cuando se recluía en su pequeño escritorio, que olía a nogal,  y se sentaba en la hamaca giratoria de roble delante de la vieja escribanía con incrustaciones de oro y marfil? Aislada en su casa de Amherst, escribiendo muchas veces a la luz de una vela, sabía que las palabras que lograba volcar fuera, la libraban de la pesada carga que cada día la agobiaba con mayor intensidad. Solía refutar a aquéllos que decían que  “la palabra muere cuando se dice”, y sostenía, por el contrario que “en ese momento comienza a vivir”. Y al darles vida,  recuperaba su propia vida. Vida que se había ido extinguiendo de a poco, como consecuencia de ese amor torturado que sentía y que la había llevado a aislarse. Ya nada le interesaba de lo que ocurría fuera de las paredes que la protegían del dolor de sus recuerdos. ¿Y qué certeza había sobre la veracidad de los datos históricos? ¿No sería cierta acaso la leyenda que existía sobre los jardines colgantes? Tal vez su construcción datara de cinco siglos atrás, de finales del s. XI a. de C., cuando Shammuramat,  Semíramis para los griegos  gobernara el imperio asirio como regente de su hijo Adadnirari III, luego de la muerte del rey Shamsidad V. Nuevamente se quiebra Emily, cuando descubre que la legendaria reina  termina sus días suicidándose por el dolor que le produce la traición de su hijo, la conjura urdida contra ella. Las ruinas a orillas del Eúfrates le recuerdan su propia ruina, su propia decadencia.  La conquista de los persas marca el inicio del fin de la ciudad, semiderruída cuando Alejandro Magno la visita, hacia el 326 a. de C.   No continuará leyendo, cerrará el libro y saldrá al jardín. El croar de un sapo le recuerda algo. Y entre susurros, alcanza a musitar unos versos.“Yo no soy nadie ¿y tú? ¿Tú quién eres? ¿Eres también nadie? Somos pues un par. No lo digas; sabes que nos echarán. ¡Qué terrible ser alguien! ¡Qué público, como la rana decir tu nombre todo el día al pantano que te admira!” Y así, sabiéndose totalmente olvidada, sin darle importancia a su obra surgida del sufrimiento por ese amor no correspondido, una y otra vez, vuelve a dibujar sentimientos en hojas amarillentas arrancadas al azar. Luego al morir, pide a su hermana que queme todos sus versos; sueña con un incendio como el que terminó con  lo que posteriormente  fuera considerada una de las siete maravillas del mundo. Pero esta vez no será  el parto Evemero el que prenda el fuego; el fuego inmortal lo habrá prendido  alguien,  al negarse simplemente a cumplir con su deseo… 

Nota: en honor a Emily Dickinson (1830-1886), de la cual se dice que a causa de un amor no correspondido, se aíslo en su casa de Amherst y abandonó todo contacto con el mundo; en papelitos anotaba sus impresiones acerca del amor, de la vida, de la naturaleza, de la muerte. Al morir, rogó a su hermana que quemase todos sus versos.   

El enigma de la Rue d’Alésia

junio 27, 2007

EL ENIGMA DE LA RUE D’ALÉSIA, por randos y martina. 

   Todo era agitación en la residencia del quatorzième arrondisement.
Cuando la jovencita argentina apareció muerta, Monsieur Labourdette, el inspector a cargo de la investigación, no pudo explicarse el extraño suceso.
Por comenzar, los exámenes de rutina no habían arrojado rastro alguno de sustancia en su sangre, que hiciera presumir un caso de muerte por sobredosis. Tampoco la prueba etílica sugería un coma alcohólico, y a juzgar por los comentarios de quienes la conocían bien, la estudiante tenía muy sanos hábitos, no fumaba, era abstemia y sus únicos vicios consistían en pasarse largas horas manteniendo charlas sobre sociología con otro de los ocupantes del lugar, a saber, ese extraño egiptólogo de nombre Mbuto Kzesekuke, Sesé para los íntimos.
De Mbuto nada hacía sospechar que pudiese tener relación con los sorprendentes sucesos.
Declaraba haber acompañado la noche anterior a su amiga hasta la puerta misma de su habitación, en la cual  había dormido sola, dado que sus compañeras, de origen brasileño, se habían retirado hacía unos días.
Sin embargo, la agitación que presentaba una cama desordenada, alimentaba las más extrañas hipótesis. Las sábanas habían desaparecido, y era un absurdo pensar que hubiesen sido utilizadas en la huída, puesto que la ventana del primer piso permanecía herméticamente cerrada. Por otra parte, cuál era el significado de esos objetos tan extraños que aparecían ante los ojos de los investigadores. Una túnica de lino blanco sobre un sillón de terciopelo bordó, la réplica de la máscara de Psusennes II, en el cajón de la mesa de luz, que Mbuto juraba y perjuraba no haber colocado jamás allí. 

   El inspector Labourdette estaba al borde del surmenage, hastiado de estos entusiastas amantes del crimen perfecto que parecían haber elegido el “quartier” de su responsabilidad para la diseminación de las pruebas más disparatadas,  para entretenimiento de los habitués de la prensa amarilla. Como si fuera poco, con notas relacionadas firmadas por “expertos” vueltos a la vida pública después de un largo ostracismo debido al simple cambio de “paradigmas sociales, culturales y religiosos”,  según L`Humanité, y según el inspector del hastío que producen el lavaplatos y los microondas.
Y aquí estamos en el cuartel policial con el inspector condenado a ver repetir quinientas veces en la tele el aspecto estrafalario de la madre espiritual Mme. Vissotier, con su vago aspecto Cartier-Gipsy y repertorio en sus brazos de todas las pulseras posibles de encontrar en un zoco de Rabat.
Da una señal a Liottard y le pide que la cite ya mismo, antes de que una de esas prostitutas del canal estatal se lo reproche por el telediario de las doce horas.
Como si el castigo fuera poco, Labourdette debe tolerar a  la troupe de sociólogos y expertos culturales que sólo venían antes a cobrar su salario mensual del escalafón policial. Con los estrafalarios detalles orientalistas les dan ahora a los guardianes del orden, largas peroratas haciéndose rodear en círculo.
Nada más insoportable para el policía que se ha destacado siempre por identificar al criminal por la forma de caminar.
El sabhiondo dice: “No hay forma de llegar a la resolución recogiendo y comparando material, blablabla. No es posible obtener una representación exacta del universo, de su evolución y la evolución humana sino mediante la dialéctica.”
El inspector entonces considera un remanso poder apartarse de la reunión con la coartada de la llegada de la inexplicablemente estrella mediática Mme Vissotier, quien con su séquito de sirvientes del Cáucaso hace arribo a la seccional. Es también el momento de comer algo: el inspector entonces cobra fuerza y pregunta a la señora si la acompaña a su despacho para tener una reunión informativa.  

La extraña dama que ingresa, mira al inspector Labourdette con ojos cargados de lascivia, lo cual lo decide rápidamente a acompañarla, no sabe muy bien adónde, sin siquiera cerciorarse estar ante la mismísima Mme. Vissotier.   
A lo lejos, percibe un extraño gesto de Liottard, pero ante la sola suposición de tener que soportar sus espesas retahílas, mezcla de “cientología” y “feng-shui”, decide ignorar lo que supone es un llamado para que asista a la curiosa reunión de expertos graduados del “Centre International de Criminologie Comparée du Père Michel”, famoso por resolver sus casos utilizando todos los recursos a mano, especialmente videntes, egresados de las cien escuelas de parapsicología diseminadas a lo largo de toda Francia.
Labourdette decide definitivamente ignorarlo, mientras seca unas espesas gotas de transpiración que caen con insolencia sobre su prominente nariz. No entiende por cierto, la súbita atracción que ha despertado en esa atractiva mujer, porque no son sus atributos físicos precisamente, los que lo han transformado siempre en un hombre interesante, piensa.
Recuerda cuánto tiempo ha pasado sin compañía femenina, y la sola idea de quebrar esa lamentable tendencia, que ha caracterizado los últimos trece años de su vida, lo decide a avanzar sin titubeos.
Mientras tanto, observa esta vez él, con ojos de deseo, las sugerentes formas que se adivinan debajo del escotado vestido de gasa, de color añil, con diminutos lunares violáceos, con pequeños volados en la falda, que apenas cubren unas piernas bien torneadas, que se destacan en el andar a la vez sensual y elegante de ella.
Seguramente la charla no durará mucho, se dice a sí mismo, mientras manotea su bolsillo, tratando de encontrar la Guía Michelín.
Ese estado morboso en el que había caído su sistema nervioso, por exceso de trabajo y de cansancio, no le impide pensar que podrían avecinarse tiempos mejores, y una convulsión interna le recuerda que sus bríos juveniles están aún intactos.
Con un gesto autoritario, indica a Monsieur Pagnol y sus ayudantes que se retiren, después de todo, no necesita testigos de esa reunión, para eso está su grabador, que mantendrá fidedigna reproducción de lo que allí se diga. Y de lo que se diga después, se cuidará muy bien que trascienda.
Ese pequeño “lanchonette” donde diariamente se hace preparar sus enormes sándwiches de “baguette”, de jamón, queso, pepinillos, cebolla y ajos, no será lo más indicado en este caso.
Afortunadamente, encuentra la pequeña guía en su bolsillo, ahí junto a su agenda, y respira aliviado.
La farmacia, piensa, todavía estará abierta cuando salgan, porque él necesariamente debe comprar ese aerosol mentolado, que su espeso aliento a Gauloises le obliga a usar cuando pretende que su interlocutor preste atención a sus palabras y no a su olfato.
Mientras esto piensa, una escalinata que conduce a un pasillo lúgubre, le indica la proximidad de su oficina, de la cual alcanza a atisbar la gruesa puerta de cedro, con el diminuto cartel en bronce:
”Monsieur Labourdette”.
Una secretaria, de anteojos y traje gris, lo espera con el “dossier” del caso.
Lo importante será estudiar minuciosamente esas fotos, que los forenses le alcanzaron la noche anterior, tomadas ocho horas después del asesinato.
Aunque la carátula indica “muerte dudosa”, él está convencido a esta altura, de que se trata de un crimen.
Aún no han avisado a la familia de la joven, complicadas gestiones ante el Consulado Argentino, vienen demorando lo que supone será un pesado trámite, ya que habrá que esperar el traslado de los familiares, quienes tal vez aporten algo más a la causa.
Por el momento, se ha tomado declaración al curioso Mbuto, de quien se sabe que proviene de Lomé, Togo y carece de antecedentes criminales.
Las amigas íntimas de la argentina no han podido declarar, por encontrarse en San Pablo, de manera que el enigmático hecho se encuentra aún envuelto en la más absoluta de las oscuridades.  

  Mientras se acomoda en la silla, haciendo gala de pasmosa frialdad la Vissotier alcanza a musitar a uno de sus caucasianos sirvientes: “Ya lo tengo atrapado de la nariz…”. El acompañante de gestos andróginos reprime una risita y simula atención ante el Inspector que llamativamente excitado da la palabra a la mujer.
“Por empezar, si me disculpa usted, de estos temas se habla preferentemente habiendo ayunado…” Acto seguido la visitante, sin permiso del jefe, le aparta de la mesa la “baguette” rebosante de jamón y pepinillos. Labourdette gesticula unos segundos como un cachorro destetado, pero inmediatamente acepta el sustituto de beber en la fuente de las mil promesas que brindan esos ojos femeninos. Prosigue ella,  con tono acariciante…
“Si sigue mis intervenciones televisivas debe saber que mis conocimientos son amplios, pero aquí lo que nos trae es otra cosa, la búsqueda del o los asesinos. Facilíteme usted esas fotos…” El inspector se las alcanza como un autómata y la mujer se demora en sus dedos. El hombre  siente  que desfallece.  Esto la impulsa a un gesto comedido; dando vuelta la mano, se la acerca a su rostro y dice susurrante: “Sabe usted Labourdette, percibo que resolverá el caso, y no sin esfuerzo…claro está… Prosigo: tenemos aquí la foto de la máscara de Psusennes cuyo nombre significa «la estrella que aparece en la oscuridad». Parece una buena réplica”.
“Es de peltre”, dice Labourdette. “Para simular plata”, replica ella…“era menos abundante que el oro, durante el período….”
La mujer sin chistar siquiera, hace un gesto y los acompañantes dignos de Scherezade se retiran prestos.
Acercándose a Labourdette, la hierofante de los misterios divinos sigue observando las fotos: “La túnica sobre el sillón…..un ángel caído que no lleva su túnica, no está manchada pero fue usada…..” El inspector hasta entonces obsesionado por las coartadas de los sospechosos, poco tiempo tuvo para cerciorarse de tales detalles.
”Ahora saldré, éste no es buen lugar para que sigamos…conversando…”.
La mujer pasa una tarjeta personal al inspector: “Lo espero dentro de media hora, no demore…”
Al recorrer el pasillo, a su paso, los televisores dan avances del telediario reflejando la continuación de la presencia en cámaras de la experta Vissotier entre otros, otra Vissotier quizá con otra expresión o….
Labourdette sólo atisbaba la espalda seductora de la mujer.   

 Mientras esto acontecía, Mbuto sentía que su vida se había visto precipitada en un atolladorero del cual difícilmente pudiera salir. Aunque sus comunicaciones con Lomé se habían espaciado desde que había conocido a Marina, la de los ojos color del mar, la que no entendía su insistencia en el significado del nombre Tierra del Fuego, era ya hora de pedir ayuda. Recordaba con nostalgia sus conversaciones cuando ella, en ese francés algo extraño que hacía presumir que parisina no era, claro tampoco marsellesa, le contaba de esa bahía que las montañas protegían de los vientos, y que los yámanas llamaban “ooshooia” o “ouchouaya”, que significa “bahía que penetra hacia el poniente”. Aunque más le gustaba lo de “bahía hacia el fondo”, expresión que precipitaba inequívocos sentimientos en él, que lo hacían sentirse un navegante en territorios inexplorados, en cuyas profundidades quería ahondar. Juntos ensayaban la correcta pronunciación de la “sh” como “y”, al modo en que los primeros navegantes de habla inglesa que pisaron esas tierras, debían haber reproducido la onomatopeya “uyuuaia”. Nada en ese momento hacía presumir lo que ocurriría después.
Sumido en profundos pensamientos, alcanzó a escuchar el sonido de su teléfono satelital, e inmediatamente supo que el reporte de los hechos había provocado una conmoción en Lomé.
Los importantes contactos que su familia había mantenido con el Teniente Coronel Étienne Gnassingbé Eyadéma eran garantía de que a través de las gestiones diplomáticas que habían realizado, la justicia francesa no lo molestaría demasiado.
Pero al imperturbable Inspector Monsieur Labourdette, Mbuto no le había caído nada bien, y, como si eso fuera poco, se había descubierto que sus nexos con practicantes del animismo, una de las religiones mayoritarias en su país, estaban siendo estudiados por los estrambóticos investigadores que a esta altura conformaban un heterogéneo grupo formado por especialistas en ciencias sociales, criminólogos, ocultistas, parapsicólogos y hasta ese extraño personaje, devenido estrella mediática, la incomprensible Mme. Vissotier.
Mme. le había pedido a Mbuto un mechón de pelo y un botón de su chaleco, cuatro hilos que había desprendido de su saco con una aguja dorada, y el cordón de su zapato derecho.
Labourdette se había ocupado de requisar su réplica predilecta, esa de su faraón preferido Psusennes II, junto con algunos elementos más de su colección.
Lo que le había llamado la atención había sido la desaparición de una caja de madera de sándalo con una pequeña peluca, reproducción de las que usaban las mujeres de alto rango en el Antiguo Egipto. No podía entender quién había osado entrometerse en lo que consideraba un espacio inviolable, el que ocupaba ese estuche de cuero de cocodrilo bermejo, que había depositado como quien deposita un tesoro, en el estante más alto del armario, de cuya puerta sólo él tenía la llave, allí, junto a las cabezas de tigre de los kenianos.
Del senegalés no sospechaba, como tampoco de sus otros dos compañeros venidos de Kenia, abonados a todos los espectáculos de L’Opéra, que poco y nada circulaban por la residencia universitaria, de hecho hacía un par de semanas que no sabía nada de ellos.  


El inspector pasó por la farmacia por su desodorante bucal y siguió para la residencia de la Vissotier en el número 11 de Simone-Crubellier. Le avisó a Pagnol y en voz alta para que todos lo oyeran,  que volvía a su casa a descansar unas horas.
Liottard lo ve alejarse y no alcanza a detenerlo. Hay cosas que no entiende. Se ha cansado de llamar a Vissotier para la entrevista, inútilmente. El grupo del centro Père Michel lo entretuvo otro rato, pero vio ingresar a una mujer que Liottard reconoció como habitué de los exclusivos bares de citas que abundan en Plaine Monceau. Durante años este oficial de formación universitaria se dedicó al delito de trata de blancas y la frecuentación de ese mundo le nutrió de amistades duraderas y no pocos encuentros hasta el presente. Juzga a Labourdette como uno de los tantos policías que de la resaca del delito menor han construido su carrera. La cachetada y los largos interrogatorios bajo la luz le han conseguido la confianza de sus superiores y sobre todo de los alcaldes que no desean ver volar sus sueños electorales porque las calles se tornan inseguras para el comercio. Sin embargo lo aprecia, nunca fue desleal con él y le correspondería de igual manera al bastante torpe colega.
Las ansias por relacionarse con la mujer hacen que Labourdette por poco vuele a su encuentro. Es segundo piso por escalera. Recordó que en este lugar bajo las órdenes de Peret, siendo un joven recién ingresado, participó de uno de los más extraños casos. Fue en el cuarto piso en que una anciana denunció a un sirviente por robo y destrucción de un reloj de la preciosa colección de su difunto esposo. En realidad había ocurrido que el pobre hombre, que pasaba por etapa de insomnio frecuente, había sentido en el cerrado silencio nocturno un ruido que atribuyó a una rata que un tiempo atrás había destrozado un sillón para anidar. Fuera de sí creyó encontrar su guarida entre los ladrillos acanalados de la pared y con un martillo golpeó fuertemente en el lugar. Saltó el reloj magnífico engastado en alabastro, que permanecía embutido en la pared y había decidido  gastar una porción de su cuerda esa noche fatídica. Alertada la anciana por el ruido, fue al vestíbulo y encontró al sirviente en estado catatónico, con la pieza de colección destrozada en la mano izquierda y en la derecha el martillo. Por la mañana tuvieron la certeza de que el viejo coleccionista muerto hacía dos años, presa de la avaricia desenfrenada que suele poseer a los seniles, había decidido en su agitación poner a buen recaudo el reloj dentro de la pared, disimulado por un revoque. Habían llegado tarde esa vez, el preso se había ahorcado de madrugada en su celda, desolado por la sospecha sobre su persona.
Al llegar a la puerta de Vissotier, la encontró abierta, salían del cuarto vahos cargados del almizcle, la mirra, el incienso y las pócimas que imaginó Labourdette antes de ingresar. Siguió avanzando, llamó dos veces, escuchó pasos y su voz susurrante pidiéndole que esperara un instante. Decidió aguardar en un descanso en que rodeaban a una mesita oval, tres coquetas sillas Imperio.
Descubrió anaqueles abarrotados de pirámides de materiales diversos, hasta de mica y plástico. Un pensamiento de Pascal colgaba en un cuadro en paspartú: “Quien Quiere Hacer el Angel Hace la Bestia”. Siguió recorriendo las paredes revestidas en yute y se inquietó por la demora. En su imaginación, la investigación había quedado un escalón debajo de las promesas de aproximación sensual con la dama.
La imaginó preparando la escena. Nunca hubiera sospechado que una hora después y habiendo vuelto a avisar de su presencia sin resultado, ingresando al cuarto, la pitonisa de bellas formas, recostada en su espaciosa cama de los luises, permanecía gélida, muerta hacía más de una hora. El inspector intentó mantener la calma, bajó tratando de no ser advertido, aunque sabía que sus huellas permanecían en el cuarto. 

 Alguien no le perdía pisada cuando ganó la vereda: era el muchacho keniano, de nombre Mwai, que curiosamente coincidía con el de Kibaki. Sin embargo él había simpatizado siempre con la KANU, la Kenya African National Union (o Unión Nacional Africana de Kenia), y lamentaba la derrota de Daniel arap Moi en las elecciones presidenciales del 2002.
El extraño Mwai, miembro de la tribu cuervo, era uno de los propietarios de la pequeña librería de la Rue Dauphine, cerca del cruce con Quai de Conti, especializada en temas esotéricos, donde solían reunirse bien caída la tarde, al resguardo de miradas indiscretas, un grupo de personajes exóticos.
Damas de reconocida procedencia, que no perdían eventos donde asistiese el “tout París”, intelectuales de diversa laya, entre los cuales figuraba algún reconocido filósofo, sociólogos especializados en temas culturales, ecologistas, cultores del “new age”, compañeros africanos que compartían la residencia universitaria, y alguna chica, que de tanto en tanto caía, de ésas que circulan por los barcitos de Plaine Monceau, eran fieles seguidores de Mwai.
Muchos reconocían en él, el don profético, ese que lo había llevado a anticipar sucesos con una certeza digna de figurar en alguna antología de las profecías, de las que nutrían los estantes de la singular librería.
Mwai era un lector consuetudinario que alternaba estos temas que le apasionaban con lecturas en inglés, la lengua que usaba habitualmente, aunque a veces solía leer a Rocha Cimera, en suahelí.
También disfrutaba mucho de las obras de Ngugi wa Thiongo, a quien leía directamente del kikuyu.
Era un apasionado de Meja Mwaingi, de M.G. Vassanji, de Grace Ogot, de Wahome Muthahi, y por supuesto del ganador del premio Caine en el 2002, el famoso Binyavanga Wainana.
Claro que todo eso no le había impedido profundizar en el Corán, el Bhagavad Gita, el Ramayana, ni en las obras de René Guénon.
Estudioso de las tradiciones abrahamánicas: cristianismo, judaísmo e islam, estaba cursando un posgrado en la Sorbona, sobre el tema eje de sus preocupaciones: “Introducción a las Metodologías de Religiones Comparadas”.
Su tesis sobre “El imaginario de la muerte”, tema que lo obsesionaba, lo había llevado a especializarse en la forma en que ésta había sido concebida a través de los tiempos, en las distintas culturas.
Sin embargo,  lo que más le interesaba era el enmascaramiento del miedo y su representación a través de la negación de la muerte, y las diversas formas que adquiría.
Sus conocimientos de antropología, habían desembocado en una indagación profunda acerca de mitos y rituales, y en sus escritos se desplegaba un abanico de imágenes que lindaban por momentos con lo horroroso.
    

 El inspector Labourdette apura el paso, ingresa al metro, sin percibir que Mwai lo ha seguido, y en pocos minutos se encuentra en la estación Gare du Nord, en el centro de París, donde desciende apresuradamente.
Distraído, ensimismado en sus oscuros pensamientos, observa las propagandas de la película Código da Vinci, a estrenarse en marzo, y desde un cartel promocionando el desodorante Axe, hasta la sonrisa de Ben Affleck  le parece una burla.
Camina un rato y toma un taxi en dirección a la Torre Eiffel. Aturdido, sin la menor intención de regresar a su departamento, se distrae un poco por los alrededores. La noche nublada le confirma presagios de horripilantes tragedias. Ve pasar un autobús turístico y decide pararlo. Aunque conoce el trayecto de memoria, los veintidós euros que paga algo a desgano, considera que le ayudarán a despejar su mente.
Después de un recorrido que se le hace largo, por el Colegio Militar, los Inválidos y la Plaza de la Concordia, baja cuando llegan al Louvre.
Uno de los integrantes del grupo de japoneses le pide que les tome una foto. Trata infructuosamente de esconderse de una turista, con aspecto de fotógrafa profesional, que no le había sacado los ojos de encima.
En ningún momento percibe que Mwai también había estado en el autobús.
Camina otro poco más y toma un taxi para regresar a Gare du Nord.
Al llegar, después de haber desembolsado algunos euros de mala gana, siente súbitos deseos de comer algo, y entra atropelladamente a un “lanchonette”, inexplicablemente abierto a esas horas.
Pide con tono nervioso que le sirvan un salivo, ese sándwich de pollo al curry que era su predilecto, lo único que estaba dispuesto a comer del menú porque todo lo demás, lo que había quedado a esas horas, tenía mayonesa y la mayonesa le repugnaba. El helado que apresura, intentando disimular el temblequeo de sus manos, es lo único que alcanza a compensar el trago amargo que ha vivido.
Desde otra mesa, un enigmático Mwai, lo observa comer, mientras toma anotaciones en una libreta con hojas de papel reciclado, en una de cuyas tapas, una imagen de la réplica de la máscara del faraón Psusennes II, despide raros destellos tornasolados. En el anverso, una peluca ricamente adornada mueve sus mechones, mientras una impertérrita mesera, recoge su plato. 
 
 Labourdette intenta entretanto, ordenar sus atribulados pensamientos, después de una de las jornadas más difíciles que le ha tocado afrontar a lo largo de una carrera profesional de la cual se enorgullece.
Bien sabe él que si logra resolver el caso, pasará a la historia como el inspector del resonante crimen de la argentina, porque nunca había dudado de que era un crimen, el que venía acaparando las primeras planas de los periódicos y suscitando las más diversas controversias de las que se hubiera tenido conocimiento en la historia de la criminología. Mwai, mientras tanto, simula hojear un folleto, que le había regalado su amiga argentina, donde se lee:
“El terror a la muerte. Lo monstruoso que aterra. Simbolismos concurrentes y asociados. Formas arcaicas de representación a través de las culturas. La doble vertiente simbólica de la serpiente. La luna. Luna menguante como desmembramiento y muerte. La luna como señor de los muertos, mitos asociados. La criptozoología. La muerte-demonio. Los animales-demonio. Mitos de deidades carroñeras. Pájaros asociados a diosas de la muerte. El terror a los muertos, lo monstruoso que aterra. Cuando la muerte es negada, ritos y costumbres de pueblos agrarios y pastoriles. La caída de la máscara y la aceptación o no de la naturaleza que esconde”.
El folleto cae al piso, mientras un libro de André Gide se abre solo, en una página que dice:
“Si Guénon a raison, eh bien, toute mon oeuvre tombe.
Je n’ai rien, absolument rien a  objecter á ce que Guénon a écrit. C’est irréfutable”.   

Mientras tanto, la casa del inspector, a quien creían sus colegas descansando, fue visitada varias veces desde la partida de la seccional. Había novedades en la causa y todos se afanaban por hallarlo. Fue Liottard quien lo llamó desde el auto cuando al llegar al edificio le gritó riendo: “¿Y, qué tal te fue con la muchacha”?  

Labourdette sintió que la coartada había fallado y con incalculables derivaciones.   

Nota:  Cuento escrito al alimón en el Foro Cuentos de La Nación por randos y martina (guarda), coforistas que sin conocerse personalmente lograron escribir 3.947 palabras en apenas seis días.  

La túnica de lino

junio 27, 2007

LA TUNICA DE LINO   No alcanzaba a entender cuál era la razón de sus preferencias sobre la vida y obra de este faraón, de quien conocía todos los detalles. Así fue cómo, de su propia boca, supe de las dificultades que tuvo que enfrentar. Era un fanático del libro “Historia de los egipcios”, de Isaac Asimov, y estaba ensayando algo así como una breve reseña sobre la situación de la mujer ambientada en el período en el que reinaron los Ramésidas (1158 a 1075 a.C.), iniciado a partir de la muerte de Ramsés III. Pero lo que realmente lo intrigaba era la mención que en algunos textos se hacía sobre la hija que Psusennes entregó a Salomón, con el objeto de contar con el apoyo israelita. Estaba convencido de ese hecho, sobre todo por la coincidencia entre ambos reinados, entre el 973 y el 933 a.C. En una etapa signada por el debilitamiento de la otrora poderosa tierra de Ramsés II, las alianzas matrimoniales garantizaban el equilibrio de poder. Psusennes II había vivido en medio de la zozobra que le provocaba tener un ejército mercenario comandado por un libio. Pretender docilidad en esas condiciones era imposible, y los ecos de una rebelión en puerta comenzaban a sonar. Así fue como decidió entregar a una de sus hijas al hijo de Sheshonk, signo temible, anticipatorio de lo que sucedería después. Terminó Mbuto muy tarde el relato aquella noche, mientras juntos mirábamos por la ventana del amplio salón cómo los copos de nieve iban depositándose sobre los árboles. El sueño me vencía, y logré explicarle que debíamos dejar para el día siguiente la fascinante historia que me contaba. Mbuto insistió en invitarme a salir, pero claro estábamos bastante alejados del centro y en verdad, después de las seis de la tarde prácticamente no teníamos adonde ir. Fue así como me retiré a mi habitación, y me dispuse a descansar en soledad, dado que mis compañeras brasileñas habían dejado la residencia el día anterior. Un sueño pesado y angustioso me sobresaltó durante toda la noche, en que mi cuerpo se estremecía obligándome a sacudir las sábanas que a la mañana siguiente misteriosamente habían desaparecido. En su lugar, una bella túnica blanca de lino, descansaba sobre el sillón de terciopelo bordó. Sentí un súbito frío en mi cabeza y pensé una vez más en ese crudo invierno parisino. Deslicé mis manos suavemente sobre mi cabellera oscura, que era un signo muy llamativo mío y con horror sentí que mis dedos se deslizaban sobre el cuero cabelludo. Espantada, corrí hacia el espejo, y nada pudo evitar que profiriera un grito que sonó seguido de palabras emitidas en una lengua extraña. A un lado, en la cabecera de la cama, junto a mi almohada de plumas, una magnífica peluca de pelo natural, maravillosamente peinada y adornada, con sus mechones cubiertos de cera de abeja, inexplicablemente del mismo color de mi cabello, me recordaba la conversación mantenida con Mbuto el día anterior. Tampoco entendí porqué, cuando al abrir el cajón de la mesa de luz, para buscar un número telefónico, la réplica de la máscara de Psusennes II, se encontraba allí.      

LA PIARA

junio 27, 2007

LA PIARA

 La autora del crimen aberrante vestía sólo una chaqueta, un impúdico calzón, unas apretadas calzas y unos sugerentes guantes blancos. Su vida no había sido fácil, hasta podría decirse que en pocas ocasiones había logrado salirse del chiquero en el que estaba. Y muchos de esos cerdos, que la habían rodeado durante su limitada existencia, iban a presenciar su ejecución. Insólito, realmente insólito que sus congéneres porcinos, en medio de la más parsimoniosa indiferencia,  dirigieran sus impávidas miradas sobre ella. Pero poco es lo que había podido hacer el abogado defensor; su coartada había fallado. Aunque se hubiera demostrado fehacientemente que no había alcanzado la edad de la imputabilidad, y mucho más que carecía  de uso de razón, las rígidas leyes de la época, la habían condenado a morir bajo suplicios. Una turbamulta perturbada por el hecho, envuelta en  clamores de justicia, se disponía a contemplar  el espectáculo sangriento. Hacía varios días que los carpinteros del vizcondado venían armando con especial dedicación el cadalso y aprontando los instrumentos de tortura. Los verdugos, con aires de solemnidad, como era habitual en esos casos, sólo esperaban órdenes para comenzar a vengar el horrible asesinato. No era común en ese tranquilo lugar de  Normandía, que algo tan terrible aconteciera. De manera que se trataba de infligir a la culpable, los mismos daños que ella había causado. Así fue como una certera maniobra mutiló a la rea y practicó profundas incisiones en uno de sus muslos. Del redondeado muslo brotó la sangre a borbotones, y acto seguido, fue colocada en una horca de madera, boca abajo, cubierta por una máscara de hombre. La muerte sobrevendría inexorable al poco tiempo,  aunque verla morir desangrada y lentamente no alcanzaba a compensar el dolor del padre de Jean. Le Meaux, ese humilde albañil, no podía olvidar su impresión al ver a su hijo de tres meses de edad, sin un brazo y sin parte de su rostro. El  ataque salvaje había provocado su muerte inmediata. Y el gozo que le produjo ver morir a esa cerda de ese modo, lo eximió del deshonor de compartir la tribuna con la piara. Se había hecho justicia; la manada se dispersó junto con la gente, y la tranquilidad volvió a reinar en la bailía. Existen registros de ese aciago día, cuando apenas iniciado el año 1386, la cerda de Falaise se había quedado sin coartada.     

El farolito (en honor a Malcolm Lowry)

junio 27, 2007

EL FAROLITO (en honor a Malcolm Lowry)   Casi era como si hubiese dormido toda la vida en aquel banco frío, sobre el húmedo andén de la estación cuyo nombre despintado apenas alcanzaba a ver, cuando su cabeza se movía pesadamente entre las ropas que le servían de apoyo. Aturdido, trataba de olvidar sus últimos días en la ciudad gris. A lo lejos, el sonido de un violín desgarraba el aire, que sentía helado. No esperaba ningún tren ni pensaba ir a ninguna parte. En su mente no había trenes que se detuvieran ni gente que bajara, ni destinos que lo llevaran a algún sitio, ni siquiera un ángel o un demonio que le permitiera distinguir entre el cielo y el infierno. ¿Era bueno eso? Sí, lo era, pensó, mientras percibía un ligero temblor en su cuerpo.
Un rancio olor a comida y el ruido metálico del barcito de la estación, le recordó que hacía dos días que no comía, aunque lo extraño era su incapacidad de sentir, ni siquiera tenía hambre.
Una brisa de aire lo despejó: todo estaba en calma, nadie sabía ni podría saber que venía de otra parte.
De Buenos Aires había conocido sus callecitas empedradas, sus farolas, sus relojes, el sonido del bandoneón, y sobre todo la lluvia, esa lluvia intermitente y molesta que hacía sentir que el frío calaba hasta los huesos.
Si tan sólo hubiera perdido el manuscrito bajo las llamas de aquel incendio que destruyó su casa, si su compulsión a escribir no le hubiera hecho rehacer la novela, tal vez nada de esto hubiera sucedido.
Atrás quedaban sus épocas de ilustre desconocido, cuando garabateaba páginas en blanco para huir de los fantasmas que sus delirios fabricaban. Recordó las risotadas de sus amigos, cuando en México le decían que siempre estaba en aguas, mientras aquí, en la soledad de la gran ciudad desconocida, sólo era consciente de que hacía agua por los cuatro costados. Estaba listo para morir, y hasta había escrito su epitafio: “vivió de noche y bebió de día”. Así, tan simple y prosaico, como para que nadie pensara que estaba a la altura de un escritor. ¿Acaso lo era?
Ni siquiera sabía si había vivido alguna vez o simplemente emergía de la muerte, para volver a sentirse vivo, al introducirse en ella una y mil veces. Algo le atraía de las tinieblas, las mismas que habían ejercido similar fascinación sobre Edgard Allan Poe.
¿Cómo salvarse del naufragio?
Se incorporó con dificultad y tambaleante, se dirigió a la salida. En los opacos vidrios de las ventanillas vio reflejada una imagen desconocida. Su barba hacía irreconocible a ese personaje extraño que aparecía en la foto de su pasaporte. Debía volver al hotel, al pequeño hostal que se había visto obligado a abandonar después de la inundación.
Caminó sin rumbo un buen rato por la Avenida de Mayo, ¿de qué mayo hablarían? ¿de este mayo lluvioso que le había tocado soportar? Chapoteando en los charcos que salpicaban las paredes enmohecidas con el sucio hedor de las aguas atrapadas por las baldosas destrozadas, hizo un ademán a un taxi del que sólo veía un limpiaparabrisas que implacable resistía la fuerza de una lluvia que se negaba a parar.
Le dio la dirección en un castellano casi inaudible y tanteó en su bolsillo. La petaca de ron había quedado en su habitación. Recordó sus tragos en “El Farolito”. ¡Qué lejos estaba!
Pagó distraído y bajó. Entró al diminuto vestíbulo que olía a moho y tabaco ordinario.
Subió la vieja escalera apoyando sus manos en los desgastados pasamanos, complacido por el crujido que las maderas hacían bajo su peso. Los tres últimos escalones los salteó, y con un par de pisadas enérgicas se abalanzó sobre la puerta cuyo número descascarado apenas alcanzaba a leerse.
Abrió el cajón de su mesa de luz, tomó lo último que había escrito y bajó rápidamente. El hogar prendido en planta baja convirtió en cenizas en un instante, la hoja sobre la cual se leían sus palabras:“El éxito es como un terrible desastre
 Peor que tu casa ardiendo, los ruidos del derribo
 Cuando las vigas caen cada vez más deprisa
 Mientras tú sigues allí, testigo desesperado de tu condenación.
La fama como un borracho consume la casa del alma
Revelando que sólo has trabajado para eso.
¡Ah!, si yo no hubiese sufrido su traidor beso
Y hubiese permanecido en la oscuridad para siempre, hundido y fracasado”.

 Contempló un largo rato las llamas. Cuando el fuego lentamente se extinguía, se dirigió al bar. Felizmente, a esas horas, todavía continuaba abierto.     

El enigma de la muerte de Mademoiselle Rochet

junio 27, 2007

EL ENIGMA DE LA MUERTE DE MADEMOISELLE ROCHET

Permaneció pensativo un momento mientras contemplaba el cadáver. Mademoiselle Rochet  lo había impresionado. Cuando lo llamó el inspector Casaux, supo que estaría ante uno de los más resonantes casos de su carrera. Una mujer joven aún, de increíble belleza, atractiva y vivaz a pesar de la palidez de su rostro, permanecía inmóvil junto al hogar. Ni la rigidez de la muerte lograba ocultar el gesto enérgico con el que había sostenido un libro entre sus manos. Se había dado orden de no tocar ningún elemento en la escena del  crimen. Aunque la carátula era “muerte dudosa”, un anónimo amenazante encontrado sobre su escritorio, hacía suponer que se había cumplido con la profecía.  “Morirás en el exacto minuto en que se hayan cumplido doce años de mi desaparición”.  Esto decía el anónimo encontrado sobre el escritorio de Mademoiselle Rochet, que había aparecido muerta en circunstancias de lo más extrañas.  El inspector Poitiers estaba convencido de que era un crimen, y eso había adelantado al forense, quien debía desentrañar lo que el cadáver quería contarle. En la morgue,  Monsieur Desmond  permaneció pensativo un momento. Mientras contemplaba el cuerpo y se apresuraba a atar al tobillo el cartelito color marrón, que indicaba el número de autopsia, se sorprendió por la vivacidad que se desprendía del rostro pálido de notable belleza. Las sugerentes formas de Mademoiselle justificaban su bien ganada fama. Por todos era conocido que años atrás  había rechazado un título de belleza en un concurso, en base a un alegato sobre la fragilidad de lo corpóreo, hecho sin precedentes que la había transformado en un personaje emblemático, al cual solían acudir asociaciones  que cuestionaban ciertas tendencias que consideraban peligrosas para los jóvenes. Lo cierto es que a juzgar por la popularidad que había logrado y la energía que imprimía a sus proyectos,  no parecía precisamente dispuesta  a abandonar tan rápido el mundo de los mortales. Ni siquiera el “rigor mortis” alcanzaba a ocultar el gesto enérgico de sus manos, de dedos largos y bien cuidados,  sobre los cuales se distinguía una leve mancha de color morado que no dejó de llamarle la atención. No había golpes visibles, ninguna herida, nada que hiciera sospechar un episodio violento. Con un corte rápido y preciso, abrió el cuerpo, desde la pelvis al mentón. A su lado, el médico obductor tendría la desagradable tarea de retirar la piel de la cara hacia adelante una vez practicada la incisión en el cuero cabelludo, dejando al descubierto el cráneo que luego sería serruchado para extraer el cerebro. Al fin y al cabo, su función era otra como tanatólogo especializado en  casos de difícil resolución, con cuyo compendio había publicado ya seis libros. El oficial ayudante preparaba una manguera con la que se limpiarían los trozos para su análisis posterior. Se trataba de determinar el tipo y características de las lesiones, si las hubiere. Desmond colocó en la balanza los pulmones y comprobó que pesaban más de lo normal, lo cual indicaba que la muerte se había producido como consecuencia de un edema pulmonar. Sólo restaba pesar el corazón para descartar como causa de lo anterior una cardiopatía, lo cual desestimaría la hipótesis que manejaban los investigadores. Tenía casi la plena seguridad de que el tamaño del órgano no era el normal y su ojo acostumbrado a leer las señales que el cadáver le enviaba pocas veces se había equivocado.  Efectivamente, pudo constatar que sobre la mesa de Morgagni yacía el cuerpo exánime de una mujer cuya muerte la había desencadenado un colapso cardíaco. Sintió a través de los guantes el frío del acero, al intentar reacomodar el cuerpo para la sutura. Lemonnier, que así se llamaba el ayudante, llenaba con puntillosidad de orfebre la larga planilla con casilleros denominada “Protocolo de Autopsia”: “Tórax sin lesiones traumáticas”, repetía en voz alta; “Corazón y pulmones aumentados, pesan tantos gramos…”, mientras examinaba atentamente lo que marcaba la balanza. Desmond fruncía el ceño y resoplaba de tanto en tanto, dispuesto a prestar atención al leve hematoma que cubría los dedos de la mujer. Estaba convencido de que a más tardar dos días después, cuando los análisis de sangre demostraran si se había producido o no envenenamiento, el cuerpo terminaría por decirle la verdad. Cuatro largas horas habían transcurrido cuando los tres médicos terminaron la faena.  Los guardapolvos cayeron pesadamente en el estante junto a los delantales de hule, esperando que al día siguiente una siempre cansada Mme. Dupuy los recogiese para llevarlos a la lavandería. Las botas y los guantes  habían sido enjuagados en el enorme piletón. Los dos médicos salieron rápidamente después de saludar con el debido respeto a  su maestro, quien lógicamente era el último en retirarse. Siempre acostumbraba permanecer a solas meditando un rato, lo que le había permitido desentrañar muchos enigmas que rodeaban el caso. Esta vez tenía un especial interés mezcla de curiosidad y sorpresa, quizá porque sentía que ella intentaba decirle algo más.  Un leve sonido lo sobresaltó. Provenía de la pileta. Algo así como gotas cayendo sobre la superficie. Efectivamente, la sangre se deslizaba desde el hule y comenzaba a formar una extraña figura. Esperó un rato, inquieto, mientras observaba absorto como el líquido rojo dibujaba algo que iba cobrando forma. De a poco, cuatro números separados por una barra, permitían leer una fecha. Sin ninguna duda, correspondían a un día, a un mes y a un año. Alarmado corrió hacia el cadáver. Sobre una de las manos,  la mancha morada de bordes difusos se había transformado en nítidos caracteres que coincidían con los anteriores. El día y mes eran los del fallecimiento de la joven. El año correspondía a doce años atrás.   

 FIN

Sobre el Foro de Cuentos de La Nación

junio 16, 2007

Sobre el foro de los cuentos

      Voy a transcribir, para el lector desprevenido, algo que acabo de comentar más abajo, y que revela el espíritu que anima a los participantes del Foro de Cuentos de La Nación.     “Quiero agregar que el foro es un verdadero desafío intelectual. Un magnífico espacio lúdico, que nos permitió, sin darnos cuenta, llegar a escribir con una celeridad asombrosa, sobre los más disímiles temas. De lo que se trataba (y se trata) es ni más ni menos que de “producir” un cuento en el breve lapso de una semana.    Las consignas se renuevan los días jueves. Por cierto, en esta maratón de las palabras, los foristas intentan ser el más original y el más rápido. Muchos publican varios cuentos semanales, y hasta se llegó a computar veintiséis cuentos por cabeza, en algún caso del que tengo certeza absoluta.    Fénix, poseedor de la geocronología del foro según Celia, que opina que sus métodos de datación son tan confiables como el carbono14 o el potasio40 (sic), seguramente tendrá el registro de la frecuencia máxima  semanal, ya que él era quien llevaba las estadísticas.     Quiero aclarar que Celia es una española simpatiquísima, que nos regala su ingenio semanalmente, en forma de muy inteligentes cuentos que es un verdadero placer leer.”  

Hipertexto: El nuevo concepto de documento en la cultura de la imagen.

junio 14, 2007

 «Hipertexto: El nuevo concepto de documento en la cultura de la imagen». Nos dice María Jesús Lamarca Lapuente que en la cultura de la imagen es el hipertexto, es decir la fusión de la imagen y el texto,  el nuevo documento.

Acabo de recibir un mail de una compañera de foro que me pregunta sorprendida por qué rendí un homenaje a un músico en el día del libro.

 

Le respondo en forma coloquial, y así lo haré ahora, que no fue casual ni producto de un error. Simplemente intenté que percibiéramos cómo, apenas terminada de escuchar la música, el texto parecía perder color, calor y hasta significado.

 

No es suficiente con la palabra sola hoy, si pretendemos que llegue el mensaje.

 Asistimos a la prodigiosa síntesis de los lenguajes: el literario, el pictórico, el musical y el cinematográfico. Y la comunicación deviene instantánea y mucho más efectiva. Los libros siempre serán valiosos, pero van siendo reemplazados por nuevas formas, y es bueno que así sea. John Berger, en “Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible”, nos dice lo siguiente:“No conozco nada más triste (triste no trágico) que un animal que se ha quedado ciego.
A diferencia de los humanos, al animal no le queda otro lenguaje que le describa el mundo».

 

En el día del escritor y del libro

junio 13, 2007

En el Día del escritor y del libro, que se conmemora en la Argentina el 13 de Junio, día del nacimiento de Leopoldo Lugones,  quiero rendir homenaje a un músico,  que nos permite expresar sentimientos,  allí donde no nos alcanzan las palabras.

http://www.usuarios.interar.com.ar/josnell/astorpiazzolla.htm

 Lugones, fundador de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) fue autor, entre otras obras de:

 “La Guerra Gaucha”,”Lunario Sentimental” y “Crepúsculos del Jardín”.

Prohibido creer

junio 11, 2007

PROHIBIDO CREER

    “Prohibido creer” era una expresión inexistente en el vocabulario y las intenciones de Karrie François. Convencida de que la fe mueve montañas, su vida cotidiana en el Banner Good Samaritan de Phoenix le había demostrado que la voluntad es capaz de derribar fronteras y que, en situaciones extremas, los milagros son posibles.Cuarenta y nueve  días habían transcurrido junto a Verónica y la odisea había llegado a su fin. La historia había estado teñida de una palabra: coraje, el que la había animado a abandonar la lógica y a rechazar los consejos médicos que le sugerían abortar cuando el diagnóstico la enfrentó con la cruel realidad del cáncer que acabaría con su vida. Era plenamente conciente de que la gestación era su sentencia de muerte, sin embargo también sabía que paradójicamente, en su cuerpo quebrado por la enfermedad, nacía la esperanza. Eran necesarias sólo treinta semanas, al cabo de las cuales, la pequeña Verónica Destiny traspasaría los límites de un destino incierto.Cuando a la semana veintidós, se produjo la muerte cerebral, la oscuridad pareció opacar las esperanzas de todos.“Prohibido creer”, fue el leve susurro que se escuchó en la sala de partos, cuando las lágrimas invadieron los ojos de los allí presentes.  Después de sostener artificialmente con vida el cuerpo de la madre, una proeza médica, que pasaría a la historia, acababa de acontecer. Aarón, el padre, pide un deseo: que no desconecten el respirador artificial hasta el día siguiente. Nada opaca la felicidad a partir de entonces, cada año que Verónica apaga sus velitas.Cuando amanece, veinticuatro horas después,  caminan juntos al cementerio, y con los ojos apenas nublados,  rinden tributo una vez más al  coraje.   

FIN

     

Basado en un caso real, verdadera proeza médica que logró desde la semana veintidós en que se  produjo la muerte cerebral de la madre, a la treinta (necesaria para garantizar la supervivencia de la hija), mantenerla con vida artificialmente. Enormes esfuerzos demandó el tema, sólo posible gracias a la decisión y valentía de esa mujer, y de la médica que creyó que “prohibido creer” puede en ocasiones ser inquebrantable prueba de fe.

  Publicado en el Foro de Cuentos de La Nación (consigna: escribir un cuento que comience con las palabras: “prohibido creer…”)